Estas en la ciudad que lo tiene todo. Tiene el don de albergar grandes lugares, muchos eventos y mucha gente: la combinación perfecta para que pasen buenos momentos. Pero también tiene ese otro lado oscuro, la independencia. Esa independencia que llevada al extremo se convierte en soledad, porque siempre estas con gente pero pocas veces dejas de estar solo.
Y cuando te das cuenta, o mejor dicho, sin darte cuenta, te ves enterrado bajo una montaña de rutina. Días que transcurren iguales, o prácticamente iguales, que pasan en la misma oficina, el mismo recorrido de metro, el mismo entrenamiento y la misma hora de ir a dormir. No soy fan de la rutina, pero admito que a veces es bueno adaptarse a un ritmo de vida constante. Pero en este caso lo mejor de la rutina, es salir de ella.
La mejor forma siempre han sido los bares. Barra de porcelana y vasos de cristal, gente y música, rubias y morenas, pero sobretodo sonrisas. Si hay algo que nos demuestra que ha llegado el viernes es esa sonrisa incipiente que se acaba dibujando cuando a las 3 de la tarde cuando sale es por tu boca ese: “Buen finde” que llevas esperando soltar desde el lunes, bueno cuando estas enamorado de lo que haces igual aguantas hasta el miércoles. Pero si algo nos caracteriza es que necesitamos ser libres, y esa libertad se consigue los fines de semana cuando deja de sonar el despertador (o si suena es porque tu quieres que lo haga).
Pero volvamos a los bares, esos lugares de donde salimos por la puerta grande o por lo que salimos arrastrándonos porque hemos celebrado de más. Pero hay algo mejor todavía, sus sonrisas. Esas sonrisas que en nuestro modo de rutina suelen brillar por su ausencia, y que los finde vuelven a aparecer. Ya sea porque estamos con quien queremos, o por aparece tu sonrisa. Si, esa sonrisa que al principio me sacaba otra para devolvértela. Y poco a poco, que llegara cada fin de semana para verte sonreír se volvió a convertir en una rutina. Pero una rutina de las que molan, de las que no te gustaría que acabaran nunca. Cada sonrisa que te conseguía robar me hacia olvidar las cosas que no me gustaban. Ya fuera el trabajo, la incapacidad de ahorrar o el estar lejos de casa. No importaba, hacías mi mundo mas bonito (o simplemente lo veía desde otra perspectiva).
Si te preocupabas por mi, si teníamos esas conversaciones sin sentido que se alargaban innecesariamente durante la rutina (solo por saber que estabas al otro lado pensando en mi), si teníamos esas conversaciones profundas en las que conseguías sacar lo que nunca nadie había conseguido sacar (y que, sorprendentemente, no me costaba hablar) transformabas los segundos en minutos, los minutos en horas y las horas en indefinidos. Podríamos haber parado el reloj que me hubiera perdido en ese momento indefinidamente.
Pero esa sonrisa era criptonita. La peor de las drogas a las que se puede ser adicto, cuando no estaba me veía perdido buscando perderme en otra que me hiciera olvidar la tuya. Pero no era así, solo la tuya tenía ese ingrediente que me hacia vulnerable, esa sonrisa que era capaz de doblegarme y hacerme sentir endeble, esa sonrisa que hubiera sido haberme hecho capaz de perderme en el camino, de pararlo todo y haberme quedado embobado a ella dejando lo demás de lado. No fui un valiente al ponerme luchar por lo que quería, fue un cobarde al huir de esa sensación de vulnerabilidad.
Esa sonrisa era lo mejor, lo más bonito, lo que me hubiera conseguido enganchar y destrozar al mismo tiempo. Criptonita pura.